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El colapso lento de la civilización: Lecciones del pasado

Las plazas y las calles de la ciudad se llenan de voces de descontento. Los ciudadanos, agotados y tensos, se agrupan en pequeños corrillos, compartiendo rumores y frustraciones. Otros simplemente repiten como loros las soluciones que proponen dirigentes populistas, que suenan más a sueños que a realidades. Ideas como la subida de impuestos a las clases altas, la condonación de deudas o el aumento de ayudas del Estado corren como la pólvora en una sociedad cada vez más empobrecida. Algo profundo está cambiando, aunque nadie lo diga en voz alta.

A la vez que los edificios, con sus fachadas agrietadas y marcadas con frases de rabia, ya casi no sostienen a quienes habitan bajo su sombra, los dirigentes se refugian en las alturas, con un contraste más que evidente. Allí, entre columnas de mármol y frescos que recuerdan días mejores, los debates se suceden sin rumbo. No son discusiones para resolver problemas, sino para ganar tiempo. Las decisiones se postergan una y otra vez, como si el retraso fuera una forma de controlarlo todo. La corrupcion no es un rumor, sino un hecho, y los recursos desaparecen en proyectos que nunca se terminan, mientras las leyes protegen a quienes tienen más que perder.

El peso del gasto público ahoga poco a poco al sistema. Las subvenciones, concebidas para sostener a los más desfavorecidos, se han convertido en un arma de doble filo. El Estado reparte productos de primera necesidad de forma gratuita, pero esta generosidad tiene un precio oculto. «¿Quién va a trabajar si el Estado da lo necesario para vivir?», murmuran algunos, mientras otros, atraídos por esta aparente facilidad, llegan de todas partes buscando aprovecharse. Así, la población crece sin cesar, engrosada por aquellos que prefieren esperar a recibir antes que esforzarse por producir.

Este aumento constante de la población añade presión a un sistema ya al borde del colapso. Cada vez es más caro mantenerlo, y la única respuesta parece ser devaluar el dinero, inundando el mercado con moneda que pierde su valor casi al instante. La inflación se convierte en un monstruo imparable, devorando los ahorros de la gente común y condenando a la mayoría a una lucha diaria por el sustento.

Acorralados por su propia ineficiencia y en pro de mantener el cortijo que se habían creado, los gobernantes adoptan medidas desesperadas. En un alarde de creatividad, imponen políticas de precios máximos, fijando límites por encima de los cuales no se puede comprar ni vender. Lo que parecía una solución justa se transforma en un golpe mortal para el mercado. Los comerciantes, incapaces de cubrir sus costos, retiran sus productos y cierran sus negocios. Los estantes se vacían, los intercambios se detienen y el mercado negro aflora. En las calles, la frustración de la gente se convierte en ira. Los que antes podían permitirse algo ahora no encuentran qué comprar, y el trueque reaparece como un intento rudimentario de sobrevivir. El orden económico, ya tambaleante, se desmorona definitivamente.

En el día a día, la fragilidad de la economía se siente en cada rincón. A consecuencia de la inflación, los precios se vuelven prohibitivos para la mayoría, y lo que antes alcanzaba para vivir ahora apenas basta para subsistir. El Estado, cargado con el peso de las subvenciones cada vez más grandes para contentar a la gente, ha creado una red de dependencia que atrapa tanto como sostiene. Cada vez más personas esperan la ayuda pública, y mientras lo hacen, el trabajo y la productividad pierden sentido, consumidos por una inercia difícil de revertir.

«Pan y circo«, dicen algunos, pero hasta el pan escasea, y los espectáculos, aunque aún brillantes, ya no bastan para calmar la tensión. En este contexto, resuena la mitica frase de María Antonieta: «Si no tienen pan, que coman pasteles«. Una muestra de la desconexión entre las élites gobernantes y la realidad de la gente común. En los mercados, la desigualdad es evidente. Las filas se alargan, las voces se endurecen, y la paciencia se quiebra poco a poco.

Más allá de los límites de la ciudad, en las fronteras, la situación también es incierta. Los ejércitos, que alguna vez fueron una fuerza imponente, ahora están descompuestos, llenos de hombres traídos de otras tierras, cuya lealtad depende más de la paga que de una bandera. Al mismo tiempo, llegan extranjeros, atraídos por la promesa de prosperidad. Realizan los trabajos que los locales ya no quieren hacer, pero su presencia genera resentimiento. Se les ve como intrusos, como una amenaza para una identidad que, en el fondo, ya se tambalea.

Los líderes intentan responder, pero cada acción parece más una reacción tardía que una solución. Algunos endurecen las leyes, creyendo que el control traerá orden. Otros intentan integrar a los recién llegados, pero su visión limitada solo profundiza las divisiones. Mientras tanto, la gente siente que los días se vuelven más oscuros, que el futuro se escapa entre los dedos. La fe en las instituciones, en los gobernantes y en la idea misma de un mañana mejor, se desmorona poco a poco, como las viejas piedras que sostienen esta sociedad.

Y, como era predecible, el colapso llega. No con grandes explosiones, sino con un susurro constante, un desgaste lento que pasa desapercibido hasta que es demasiado tarde. Cada generación hereda un mundo más frágil que el anterior, y lo que antes era un aviso de peligro ahora se ve como algo normal.

Todo esto ocurrió hace más de mil quinientos años, en una sociedad que lideró el mundo durante siglos y terminó consumiéndose en sus propias contradicciones. La caída no fue un final inmediato, sino un largo proceso de decadencia y desangramiento a lo largo de cuatro siglos.

La historia no se repite, pero nos habla. Nos da pistas, lecciones que podemos tomar o ignorar. La pregunta no es si seguiremos el mismo camino, sino si seremos capaces de aprender antes de que el tiempo se nos acabe.

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