SIGMADIEZ

Presentación: Solo son vidas

Este pequeño libro es el resultado de un proceso de investigación que me ha llevado los últimos cuatro años aproximadamente. No he querido hacerlo muy extenso y he preferido utilizar un lenguaje asequible de leer para casi todo el mundo.

Al principio me plantee escribirlo en forma de ensayo pero luego pensé que en forma de novela calaría mejor el mensaje. Al final ante la dificil decisión he decidido hacer un híbrido de los dos formatos.

Durante estos cuatro años, a través de, literalmente docenas de libros, he aprendido mucho sobre problemas complejos como son los sistemas totalitarios. En una ocasión, Antonio Escohotado dijo que cuando estas dispuesto a mirar muy de cerca cualquier tema, tienes que ir con la mente muy abierta porque vas a encontrar cosas con las que probablemente no pensabas estar de acuerdo y viceversa. Eso me ha pasado con este libro.

El tema en concreto que abordo es sobre la Rusia de principios del siglo XX y de cómo un concepto como el comunismo fue abriéndose paso entre la sociedad hasta el punto de que cuando los rusos quisieron mirar hacia atrás sintieron vértigo del camino que habían recorrido pero ya no podían dejar de avanzar porque una mano de hierro les conducía hacia adelante.

Como he dicho, partía de vagas ideas sobre el tema. Ideas preconcebidas que algunas eran verdad y otras no y, a pesar de todo malo que trajo consigo este terrible experimento, también he descubierto cosas buenas eclipsadas por todo lo horrendo que fué.

Con ello no pretendo disculpar nada ni mucho menos, pero lo que quiero dejar patente en el libro es que un problema tan complejo como el comunismo no tiene una sola causa y mucho menos una única solución. Hay que meterse en la mente del ruso de inicios del siglo pasado para comprender las múltiples causas que llevaron a ello y con ello nos daremos cuenta también de los restos de todo aquello que queda en la personalidad del ruso actual.

El libro tiene dos partes. La primera, como digo, es un ensayo disfrazado de novela en la que Nikolái, un preso político deportado en un gulag relata su vida en los campos de trabajo. Durante el relato recuerda su infancia y las penurias que tuvo que sufrir su familia en una época en la que era demasiado peligroso pensar de manera diferente a los Órganos de Régimen. A lo largo de la historia, Nikolái va reflexionando sobre los motivos que le han llevado al campo y por qué Rusia llegó al extremos de convertirse en el Saturno que debora a sus propios hijos.

La segunda parte, es un ensayo puro y duro en la que hablo de la historia de Rusia en los primeros compases del siglo XX, de las mentalidad del fanático y de como el odio va imbricando en la sociedad hasta que explota en un subito estallido de violencia. A través de ejemplos históricos muestro como, desde que el hombre aceptó formar parte de sociedades, sus sentimientos más íntimos fueron reprimidos hasta que, de cuando en cuando en la historia de la humanidad, se vuelven indomables.

A continuación, me salto el prefacio y os dejo el primer capítulo para quien quiera echarle un vistazo. No te olvides de visitar las sección “Libros” de la web para ver más títulos.

CAPÍTULO I

En algún lugar de Siberia, Noviembre de 1952

Aquella mañana el tiempo era un poco más frío que los días anteriores. Ya habíamos desayunado, si es que se puede llamar desayunar a un mendrugo de pan marrón verdoso comido a prisa y un plato de sopa de mijo aguada de aspecto sospechoso. Tardar un poco más de la cuenta en comer tu ración de pan o dejarse un trozo para otro momento del día llevaba aparejado,  con toda seguridad, el robo del delicioso manjar. Un grave error, teniendo en cuenta que aquel mendrugo es una de las pocas cosas sólidas que puedes llevarte a la boca en este lugar.

Ahora estamos todos formados en medio de la plaza del lagpunkt[i] para el recuento. Si miro a mi alrededor, solo veo las toscas construcciones de madera a las que, desde hace un tiempo me veo obligado a llamar hogar. En cada esquina, una pequeña torre con guardias armados vigilan desde lo alto todos nuestros movimientos. Como si tuviéramos algún sitio a dónde escapar.

Algunos lagpunkts  por no tener no tienen ni alambrada. Cuando estas cerca del Círculo Polar Ártico, la propia orografía del terreno hace que sea totalmente impensable cualquier fuga. Ahí fuera solo tienes dos alternativas, morir congelado o despedazado por las bestias.

Un sentimiento habitual cuando estás recién llegado al campo   y todavía tu vanidad y tu libertad no han sido aniquiladas es pensar que vas a  escapar de allí algún día. Que te vas a revelar contra la autoridad, que a ti no van  a poder domarte. Sueñas con la comida, sus olores, texturas y sabores mezclada con otras visiones excitantes de lo que antes era tu vida. Pero  no tardas en poner los pies en la tierra.  El duro trabajo, el frío, el olor a podrido de la comida, los estampidos de los fusiles de boca larga de los guardias, la sopa de cada día, los dedos con olor a tabaco, la violencia desmedida e injusta… Todo eso se vuelve habitual y legítimo y adopta forma de ley convirtiéndose en algo natural.

El recuento al que ahora  nos vemos sometidos es una tarea que se repite varias veces al día y que todos odiamos.  Normalmente, los días en los que tenemos suerte, el este recuento dura alrededor de media hora, contando con que los guardias estén despiertos y concentrados.  Pero hoy parece que la suerte no está de nuestro lado. Formados en filas de cinco, no podemos parar de dar pequeños saltos, estirar y encoger los dedos, dar palmas o cualquier otro movimiento que evite la congelación. Quedarse parado cuando el termómetro marca treinta bajo cero puede significar la muerte en pocos minutos.

Tenemos una técnica infalible para estimar la temperatura, ya que solo el jefe de brigada guarda con celo el termómetro. Si al escupir  el esputo llega al suelo congelado, significa que la temperatura ronda los cincuenta bajo cero. Normalmente a esa temperatura se suspende el trabajo pero no siempre sucede así. Los jefes de campo tienen un cupo diario que cumplir con tu trabajo. Si no lo cumples porque mueres en el intento, rápidamente otro te reemplazaba. La maquinaria del Estado funciona perfectamente. Las calles de las ciudades están repletas de futuras víctimas susceptibles de ser utilizadas como mano de obra esclava y Stalin lo sabe bien. De este modo, el enorme matadero de los campos se perfila como una cadena de montaje cuyos engranajes están lubricados con sangre humana.

El lagpunkt, al igual que la muerte, es el gran igualador. En esta formación hay personas de todo tipo  y condición. Desde médicos, maestros o escritores hasta campesinos deskulakizados[ii] incapaces de escribir su propio nombre. Todos compartimos el mismo destino, todos vestimos con el mismo chaquetón hecho girones y la chaqueta mugrienta y sin botones.

Nuestro aspecto también es de lo más heterogéneo. Unos con ojos grises o azules, nariz respingona y pelo rubio, otros con ojos oscuros y pelo negro. Unos con pómulos prominentes  y nariz chata, otros con tez oscura y ojos claros. Pero seamos como seamos,  todos tenemos el cuerpo lleno de llagas de las picaduras de los piojos o del escorbuto. Los mismos pies envueltos en trapos y encapsulados en zapatos de esparto para aguantar cincuenta bajo cero. Todos con los mismos ojos inflamados de hambre y nuestros huesos intentando asomar a través de la escasa capa muscular[iii] que los recubre. A todos nosotros, el destino, por alguna extraña razón, nos ha unido en este mismo lugar.

Algunas veces, los que en su vida anterior fueron médicos o  ingenieros son aprovechados para trabajos que tengan  que ver con su nivel de educación. Incluso los Órganos del Estado hacen negocio comerciando con ellos y vendiéndolos a otros campos, por supuesto sin remuneración ninguna para el implicado. Pero no siempre es así y tampoco es extraño ver a un ingeniero trabajando en las minas o en los bosques mientras alguien que no sabe hacer la “o” con un canuto, está colocado en cualquier puesto de jefe de cuadrilla o llevando la contabilidad.

Ahora el mundo se ha dividido en dos, estamos nosotros, los que estamos en el gulag, y el resto de los hombres.  Aquí no hay diferencias por nacionalidades, todos somos zeks. Como si esa denominación se tratase de un pueblo distinto. De una nación nueva.

Al igual que gran parte de los que estamos aquí, yo soy un prisionero político, o un 58 como les gusta llamarnos a los guardias en relación al artículo del código penal que supuestamente hemos infringido. Por ello nos tratan de contra revolucionarios o enemigos del pueblo y se empeñan en hacernos la vida un poco más difícil de lo que ya es en realidad. En el expediente personal que acompaña a cada uno de nosotros allá donde nos trasladen,  lo especifica claramente en un anexo impreso con dos apartados. El primero indica si somos o no privados del derecho de  correspondencia y en el segundo se insta a emplearnos exclusivamente en trabajos físicos pesados. Como te puedes imaginar, la mayoría de los 58 llevamos los dos anexos bien grabados.

Pero no solo nos odiaban los guardias. Otros reclusos del campo no tardan en adoptar la retórica deshumanizadora del NKVD[iv] y no paran de insultarnos cuando tienen que referirse a nosotros.

Aunque las palabras contra revolucionario, saboteador burgués o fascista suenen muy pomposas, no es muy difícil en esta época ser condenado por este motivo. Como te irás dando cuenta a lo largo de mi relato, basta una denuncia anónima, aun siendo falsa, un comentario fuera de lugar o un simple chiste sobre Stalin para ser condenado, en el mejor de los casos, a cinco años en un campo de trabajo similar a este. También es muy habitual que, a lo largo de esos cinco años, cualquier motivo sirva de excusa para endosarte otros diez, quince e  incluso veinticinco adicionales. Es muy raro el caso de un preso que sea condenado a cinco años y, al cabo de ese periodo, salga libre.  Especialmente después del 37 cuando, había que cumplir cupos de detenciones y  se dio manga ancha para emplear la tortura en todas sus formas en los interrogatorios. Si el preso estaba confesando un delito que solo existía en la imaginación del juez de instrucción, la condena era más grande. Pero no adelantemos acontecimientos,  de los cupos también te hablaré más adelante.

  Como te iba diciendo, los guardias no nos lo ponían nada fácil en el lagpunk pero ese es casi el menor de nuestros problemas. Los delincuentes comunes, hampones, urkas[v] y demás calaña, se encargan por ellos mismos de que nuestra experiencia en el campo sea la peor posible. Es como una especie de tortura constante  dentro de otra tortura. Toda suerte de ladrones profesionales, violadores o asesinos  campan a sus anchas por el campo, sin trabajar y con ciertos privilegios. Su único propósito es controlarnos, el Estado lo sabe y, al no tener suficientes guardias,  se vale de ellos. Una suerte de eslabón perdido a medio evolucionar entre el hombre y el mono que pasan el día jugando a unos naipes artesanales que ellos mismos fabrican o fumando majorka[vi], que se masturban sin ningún escrúpulo delante de todo el mundo y que, por supuesto, no dudan en matarte o mutilarte por unas botas, una ración de comida o simplemente por aburrimiento.

 Como ves, este lugar es un bonito campo de minas del que es muy difícil salir indemne. Nunca sabes lo que te espera a la vuelta de la esquina. A pesar de todo, el campo es mucho mejor que las prisiones de tránsito o el vagón de ganado en el que nos encerraron para traernos aquí. Al menos en este lugar podemos ver el cielo, respirar aire limpio, ver las montañas o subir a los árboles.

Después del recuento, con los miembros entumecidos, nos dividen en brigadas para iniciar el trabajo, en esta ocasión en el bosque, al  que nos dirigimos en torno a unas ochenta almas, al encuentro con otras brigadas de los distintos lagpunkts que componen el gulag.

A veces te puedes encontrar incluso con mujeres mujeres de los campos, aunque estas nunca trabajaban con nosotros. Siempre, al llegar al bosque,  son separadas del resto.

Aquella noche había nevado bastante y la nieve nos llegaba por encima de las rodillas. La nieve, sin duda, era molesta pero la prefiero antes que el lodo del verano que lo inundaba todo y las nubes de mosquitos que no te dejan casi respirar.

Hoy he tenido suerte y soy el cuarto de la fila. Eso significa que los tres primeros van abriendo paso entre la nieve y el esfuerzo que tengo que hacer para caminar es menor. Lo peor se lo llevaba el pobre desgraciado que le tocase ser el primero.

En esta gélida atmosfera el aire se vuelve denso y cuesta respirar. Los árboles que nos rodean, trastornados a causa del frío excesivo, se elevan derechos hacia el cielo con sus ramas vencidas por el peso de la nieve. A los  cedros que unos meses atrás estaban repletos  de verdes espinas perennes, ahora los cubre una capa blanca, dándoles un aspecto fantasmagórico. Incluso algunos de ellos, al igual que nosotros, yacen en el suelo, derrotados, con la madera podrida o vivos pero encorvados para siempre y cubiertos de un gran manto blanco.

La capa de nieve que cubre el suelo es totalmente lisa con pequeños montículos y ondulaciones realizadas por el viento. Solo se ve interrumpida por pisadas de grandes animales, como osos o lobos que deambulaban por la zona buscando algo que llevarse a la boca. Normalmente solo veíamos a estos animales, muy de cuando en cuando y a lo lejos. Aunque para ellos fuésemos un bocado suculento, parecían no querer inmiscuirse en nuestros asuntos. Si tenían la tentación de acercarse, un disparo de los guardias bastaba para que saliesen corriendo. Demasiado grande el riesgo en comparación con la recompensa.

Todos avanzamos por ese paisaje como autómatas con la nieve crujiendo bajo nuestros pies. Un paso detrás de otro sin abandonar la fila. Cualquier paso a la derecha o a la izquierda podría significar la reducción de tu, ya de por sí, reducida ración, una ampliación de tu estancia en el lugar por “saboteador capitalista” o incluso una temporada en una celda de castigo.

A causa del vaho, nuestras  pestañas pronto se recubren de una fina capa de hielo que dificulta la visión. Si no tienes suerte de tener ushanka[vii] o algo similar, al poco rato empiezas a notar un leve hormigueo que pronto se torna en dolor punzante en la zona de las orejas y sientes que se te van a romper con cualquier pequeño golpe.

Con las manos sucede algo similar. En ausencia de guantes, muchos nos las vendábamos con algunos trapos viejos por dos motivos. El primero y más obvio para conservar el calor, pero el segundo no era menos importante. Tocar una herramienta de metal helado con las manos desnudas provoca unas terribles grietas. A veces incluso la piel se queda pegada al metal y despegarla es muy doloroso.

Por todo esto, tras haber pasado en este lugar solo unos pocos días, una persona joven  podría envejecer hasta convertirse en un ser decrépito. Ese frío, unido a la deficiencia alimentaria, hace que nuestra piel se cuartee y se arrugue en poco tiempo y que muchos aparentemos más edad de la que realmente tenemos.

Volviendo a la formación que nos llevaba al interior del bosque, a veces llevamos caballos para que sirvieran de ayuda a la hora de acarrear troncos, pero durante el trayecto siempre iban detrás. Cuando la nieve alcanza  un metro, se niegan a andar o lo hacen de manera muy torpe de modo que somos nosotros los que debemos ir realizando esa tarea para ellos. Hoy no hay caballo alguno, lo que significaba que la tarea de acarrear troncos nos va a  tocar realizarla de manera manual.

Es curioso porque, estos animales tienen estipulado un día entero de descanso a la semana y un número de horas máximas que pueden trabajar. Nosotros no tenemos ese privilegio. Hay que cumplir un cupo, a menudo irrealizable. No hay estajanovistas[viii] en el campo. Un día de descanso significa un día perdido.

Cuando ya faltaba poco para llegar al lugar donde habíamos sido asignados para talar árboles, me percaté de que la energía del primero de la fila le empezaba a abandonar.  Rápidamente fue sustituido por el que iba inmediatamente detrás,  pero apenas le quedaban fuerzas para continuar. No hablemos ya,  para las diez horas talando árboles y cortando troncos que teníamos por delante.

Conocía bien a aquel hombre. Se llamaba Fiódorov Yampolski y habíamos trabajado juntos ya en las minas en alguna otra ocasión. Aunque aquel trayecto era realmente extenuante, en condiciones normales era soportable. En su caso, el nivel de exigencia era mayor, teniendo en cuenta que había pasado casi un mes en una húmeda y fría  celda de castigo, a oscuras, con una taza de agua y   la típica ración de castigo, que consistía en trescientos gramos de pan al día.

Cuando aquel pobre hombre llegó dando trompicones a mi altura lo agarré por debajo del hombro y apretando los dientes intenté que se pusiera de pie de nuevo

-Venga que ya estamos cerca. Solo unos pocos pasos más – le dije.

Parece que aquello funcionó, al menos durante unos pasos, pero enseguida se volvió un peso muerto y de nuevo dio de bruces con la gélida nieve del suelo mientras los demás intentaban esquivarlo sin perder el equilibrio de la formación.

Unos cuantos metros más adelante, escuché en la lejanía un disparo que señalaba la última ración para la pobre alma en pena en forma de nueve gramos de plomo.

No era raro que muriesen todos los días quince o veinte prisioneros durante la jornada de trabajo. Al final del día, nos obligaban a montar a los cadáveres en trineos y desvestirlos para que el prisionero que lo reemplazase tuviese ropa de abrigo. Así  tumbados como ratas los llevábamos de nuevo al campo para enterrarlos en una fosa común.

En mi estancia en este lugar he tenido varios trabajos que, como ya te he dicho, por mi condición de 58 ninguno de ellos ha sido fácil,  pero cortar árboles en la taiga es especialmente duro. Máxime cuando las temperaturas hacen que el hacha suelte chispas al contacto con la madera.

Normalmente cada cinco o, a veces, cada diez hombres tenemos un capataz que no está liberado de trabajo. Cuando nos juntamos muchas cuadrillas, nos dirige un jefe de cuadrilla. Este sí que no trabajaba y tiene una vara con la que medirnos el lomo a su antojo.

Por suerte, hoy nuestro jefe de cuadrilla es un hombre razonable. Muchos guardias también lo son y no nos tratan del todo mal. Para ellos simplemente somos herramientas vivas de trabajo[ix], pero no están obligados a utilizar la violencia contra nosotros si no quieren. Obviamente también hay sádicos que disfrutan y se regodean en nuestras desgracias. Que les encanta golpearnos con la vara o con la culata del fusil  o ver nuestros cuerpos purulentos arrastrarse para intentar  sobrevivir.

Nuestro jefe de cuadrilla se llamaba Vicktor Nikoláyev, un hombre alto, de frente ancha, mejillas pálidas y hundidas y  los ojos claros. Su recio cuerpo esta enfundado en un abrigo gastado y ceñido con un cinturón mientras da las órdenes oportunas para llevar a cabo el trabajo. Procura realizar bien su labor,  maltratándonos lo menos posible y nosotros agradecemos  no le dé mucho uso a esa temida  vara.

Viktor Nikoláyev ordenó realizar una hoguera en el claro del bosque para calentarnos un poco antes de iniciar el trabajo. Después del recuento y la caminata mañanera, se agradecía un poco de calor.

Cuando los troncos empezaron a arder tímidamente, todos nos arremolinamos a su alrededor como los insectos buscando la luz, pero la alegría duró poco. Cuando la sangre empezaba a retornar de nuevo por todas las extremidades marcando un cosquilleo que  recorría nuestros dedos, sonó una voz detrás de nosotros.

-Ahora a trabajar, holgazanes. – Ordenó Viktor, para que nadie se quedase atrás.

Rápidamente cubrí mis manos de nuevo con los guantes, las froté y exhale un vaho que se iba congelando a medida que salía por mi boca. Luego me fui a por el primer tronco.

La labor era sencilla de contar y no tanto de realizar. Había que cortar árboles, limpiarlos de las ramas y apilarlos en montones. Todo esto teniendo en cuenta que en los bosques no hay descansos y  por ello nos  vemos obligados a descansar sobre la marcha.

Hay algunos presos que utilizan técnicas más ingeniosas como serrar un poco la base de un tronco ya previamente cortado y apilado por anteriores cuadrillas. Luego solo tienen que apilarlo en otro lugar y de ese modo pueden llegar al cupo diario. Muchas veces funcionaba siempre y cuando no te pillen.  

Te preguntarás  que cómo podemos aguantar aguantar psicológicamente  todo esto y cómo logramos continuar, viendo cada día a decenas de nosotros morir a nuestro alrededor. Te contestaré con una pregunta y que de ese modo saques tus propias conclusiones. ¿Acaso podemos hacer otra cosa que esperar pacientemente que llegue nuestro turno?

O tal vez te preguntes, ¿por qué no intentar adelantarnos a ese destino y ponerle fin ya? Total íbamos a morir de todos modos y adelantarlo solo nos restaría un sufrimiento. Todas estas cuestiones están bien planteadas, pero solo  las haces porque lo estás viendo desde tu perspectiva en la comodidad de tu hogar del siglo XXI. Aquí las cosas no funcionan así.

Cuando vives rodeado de muerte te acostumbras a ella y ya no te da miedo. Todos y cada uno de nosotros comprendemos que la muerte no es peor que la vida y por ello aprendemos a no temerla. Cuando una persona aquí en el campo sabe que la van a fusilar, simplemente lo acepta. No trataba de rebelarse contra su ejecutor, ni siquiera se defiende. Se limitaba a agachar la cabeza y esperar el tiro de gracia.

La mayor parte del tiempo, es verdad que vivimos embargados por una terrible apatía. Carentes de motivación alguna, te doy la razón en que sabemos que en nuestras manos está el poner a aquel sufrimiento pero, cuando nos decidimos a hacerlo, siempre alguna minucia a modo de escusa lo impide.

Todo esto es cuestión de principios. Aquel que se suicida es un hombre vencido, que ha fracasado en la vida y que se le han agotado las fuerzas para luchar. Pero nosotros, a pesar de ser míseros esclavos, nos domina y nos mueve una especie de sentimiento invencible.  A pesar de estar vestidos con andrajos, con las manos casi en carne viva, con los dedos de los pies congelados y alimentados con el trozo más pequeño de pan, mientras estemos vivos, nos enderezaremos orgullosamente con la espalda dolorida. Solo entonces, solo cuando las amenazas del castigo o la búsqueda de recompensas ya no te importan, en esta cárcel eres libre, porque tus amos ya no tienen con qué comprarte. Es por ello por lo que después de una jornada en los bosques, ves esa pila de troncos que a duras penas has podido colocar y te sientes orgulloso de ella. No la necesitas para nada, ni contribuye en absoluto al bienestar de la humanidad, pero como miserable y andrajoso esclavo, al contemplarla y al haber salido de tus propias manos, no puedes evitar sonreír para ti mismo[x]. Por ello, cuando terminas el trabajo, te lías en un papel de periódico un poco de majorka y fumas el humo de la victoria. La victoria que te permitirá ver un día más.


[i] Los gulag rusos en sentido amplio estaban formados por decenas e incluso centenares de unidades más pequeñas llamadas lagpunkts

[ii] El término kulak se utilizó de manera peyorativa para definir, al principio a los campesinos más ricos. Más tarde se convirtió en un cajón desastre en el que entraba todo aquel campesino que se opusiera a ser colectivizado. Más adelante en el libro se ahonda profundamente en este término

[iii] Shalamov en Relatos de Kolimá

[iv] El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, abreviado como NKVD, fue un departamento gubernamental soviético que manejó cierto número de asuntos internos de la Unión Soviética

[v] Casta de delincuentes con sus propias leyes, tradiciones y costumbres que se dedicaban al saqueo, la mutilación y la violación

[vi] Hojas de tabaco de muy baja calidad que a menudo se liaban en papel de periódico

[vii] Típico sombrero ruso de piel con orejeras

[viii] El estajanovismo fue un movimiento obrero socialista que nació en la antigua Unión Soviética por el minero Alekséi Stajánov, y que propugnaba el aumento de la productividad laboral, basado en la propia iniciativa de los trabajadores

[ix] Referencia a la manera con la que se refería Aristóteles a los esclavos

[x] Archipiélago Guag, de Aleksandr Solzhenitsyn

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